¡MUERTE A LOS TURISTAS!
Julián
Gutiérrez Castaño
2007
Suzanna y yo
nos miramos el uno al otro con la respuesta en los labios, mientras el niño
extendía su palito repleto de mochilitas tejidas a mano a medida que se nos
acercaba. Él ni siquiera habló, no dijo nada, solo le pasó su mercancía a
Suzanna, ella la recibió, la miró y dijo “es muy bonita, pero no estamos
comprando nada”, mientras yo reforzaba sus palabras explicándole que solo
estábamos caminando, “Superman, estamos caminando hasta el faro para ver el
atardecer”. El niño llevaba puesta una camiseta de un azul desgastado por el
sol y el mucho uso, con la súper ‘S’ en el pecho, retomó las mochilas con el
mismo silencio con el que nos las había pasado y comenzó a caminar con
nosotros.
Suzanna y yo
nos miramos un poco desconcertados, no sabíamos qué hacer con el enano que se
había autoinvitado. Seguimos caminando mientras ella comenzaba una
conversación.
-¿Y tú, cómo
te llamas?
-Luís
Alberto.
-¿Cuántos
años tienes Luís Alberto?
-Cuatro.
Suzanna notó
que Luís Alberto no le quitaba el ojo a un paquete de papas que yo llevaba en
mi mochila. De repente el extendió la mano y las tocó. “Qué, se va a robar las
papas”, le dijo ella con su mejor acento costeño en tono de broma y tomándolo
de la mano. Él se puso un poco nervioso y soltó mi mochila sin decir una
palabra, pero no soltó la mano de Suzanna.
En ese
momento ya habíamos abandonado el camino principal y atravesábamos el desierto.
Luís Alberto empezó a hablar de Maicao; a fruncir el seño preguntándonos si
habíamos visto alguna vez “la cara de soldado”; a detenerse, mirar alguna rama con
cuidado, calculando su altura y diámetro antes de coger impulso para
saltársela. Yo hacía las veces de guía, Suzanna reía con los saltos del pequeño
Superman, que a veces llamaba a las cosas en español, y otras veces las llamaba
en wayunaiqui, su lengua materna. A ratos se burlaba de nosotros, que siendo
tan grandes no sabíamos las palabras más básicas del vocabulario wayú.
“Caminito,
caminito”. Me dijo Luís Alberto corrigiendo la dirección que yo estaba tomando
y encauzándonos por una trocha invisible para nuestros inexperimentados ojos.
El caminito de Luís Alberto resultó ser una pendiente que Suzanna y yo apenas
podíamos subir, muchas veces teníamos que agacharnos y utilizar las manos para
agarrarnos de la inestable tierra de la colina. En cambio Luís Alberto subía
sin problemas, con el palito lleno de mochilitas sobre su espalda y una sonrisa
de orgullo.
Desde lo
alto de la colina, justo en el lugar donde se erguía el faro, una decena de
niños comenzó a arrojarnos piedras, al tiempo que gritaban “váyanse, no los
queremos, ¡invasores!”. La pedreada duró un par de minutos, hasta que un
irresponsable padre de familia les ordenó que dejaran de arrojarnos rocas. El
grupo invasor, o sea nosotros, estaba compuesto por dos caminantes convencidos
de que la belleza de la naturaleza se aprecia más cuando nos acercamos a ella
lentamente, a la velocidad humana; y un niño representante de la cultura wayú,
la etnia indígena predominante en La
Guajira , habitante ancestral de esas tierras. Afortunadamente,
estábamos bastante lejos para que los proyectiles llegaran y ninguno de
nosotros tres fue herido.
En la cima
de la colina buscamos un lugar tranquilo desde el cual contemplar el atardecer,
sacamos nuestro banquete consistente en agua, un paquete de papas fritas –él
mismo que Luís Alberto miraba con deseo-, dos paquetes de maní salado y dos
paquetitos de galletas dulces. Cuando los tres acabamos el festín le
preguntamos a Luís Alberto si era que no iba a vender sus mochilas, él las
volteó a mirar como si apenas hubiera recordado que las llevaba consigo. Yo
dije “esos turistas de mierda, si vio lo irrespetuosos”, recordando que cuando
subimos un niño turista de diez años había agarrado las mochilas bruscamente y
había acosado a Luís Alberto preguntándole por precios y diseños que no tenía. Luís
Alberto cogió una piedra y se la arrojó al sol gritando “¡muerte a los
turistas!” Suzanna y yo soltamos la carcajada.
Un adulto, tal
vez el mismo padre irresponsable de los niños turistas que nos habían atacado,
tomó a Luís Alberto bruscamente del cuello, mientras le decía a su esposa “tómame
una foto con mi amiguito”. El niño sonrió forzado cuando la cámara hizo click.
Ese grupo de
turistas había llegado hasta el Cabo de la Vela pagando un tour Express que dura un día,
como promocionaba un guía “Uribia, la capital indígena de Colombia, antigua
capital de La Guajira ;
Manaure y sus salinas, el Parque Eólico; el Pilón de Azúcar; el Faro; y el Cabo
de la Vela”. Los y las turistas atraviesan el desierto en camionetas Toyota burbuja
y vans con aire acondicionado, llegan completamente limpios, y se van como
llegaron. Lo hacen todo en un solo día, así evitan tener que comer “la comida
insalubre y monótona de los indios”. Es un poco más costoso, un poblador hace
el mismo viaje, ida y regreso, con menos de $45.000, mientras que un turista
gasta al menos $120.000 en sólo transporte. El turista es pragmático –algunos
diríamos estúpido- y está dispuesto a pagar lo que sea por el valioso tiempo y
la comodidad.
En el mundo
hay muchas pinturas rupestres, cientos de cavernas tienen sus paredes pintadas
con dibujos coloridos realizados por antiguas culturas que habitaron esos
lugares. Esas pinturas han perdido su color, pero cuando están húmedas los
colores brillan un poco, así que los turistas les arrojan coca cola, agua u
orines para hacer que ‘sonrían’ frente al click de sus cámaras. La foto sale
perfecta, pero el arte milenario se deteriora mucho más rápido a causa de la
humedad y los flashes de las cámaras. Los turistas se orinan en las pinturas
para que brillen, igual que aquel turista se meó encima del pequeño Luís
Alberto para que sonriera.
En Mingueo,
uno de los tantos pueblos que la Sierra Nevada de Santa Marta acorrala contra el
Atlántico, Suzanna y yo ocupamos una habitación donde el agua tenía excelente
presión, además era tan fresca como toda el agua que nos regala la Sierra. Cuando
salimos a cenar vimos que la gente andaba en las calles con sus toallas, “¿qué
será?”, nos preguntamos. Después descubrimos que la gente del pueblo se tiene
que bañar en el río, pues la mayoría de las construcciones no tienen duchas.
Eso es una maravilla, dirán algunos, ojala todos pudiéramos bañarnos en ríos de
aguas cristalinas como los que bajan de la Sierra. Pueden
tener razón, pero no es justo que los turistas tengan acceso a duchas de
presión, mientras los pobladores ni siquiera tienen servicio de agua en sus
casas. En las islas del Caribe un turista tiene en promedio diez veces más agua
no salada que un isleño, y no es porque a los isleños no les guste el agua. La
dignidad es una parte del precio que pagan las economías que viven del turismo.
Luís Alberto
no planea matar a ningún turista, y así lo estuviera pensando seriamente, sus
cuatro años, sus 80 cms. y sus menos de veinte kilos no lo ayudarían; sería
imposible así tuviera no solo la camiseta, sino también la capa, los
pantalones, las botas, el crespo y hasta los calzoncillos de Superman. Muerte a
los turistas significa muerte a la práctica de orinar encima de las pinturas
rupestres; tener privilegios que las personas que viven en los sitios
turísticos no tienen; recorrer el desierto en lujosas camionetas 4 x 4 con aire
acondicionado mirando con desprecio a los viajeros y pobladores de a pie; llegar
a los lugares más sagrados y hermosos de la tierra dejando una estela de
contaminación para sacar una foto que se convierta en evidencia de que allí
estuvieron. En el futuro, esas fotos de mal gusto serán la única evidencia de
que lugares así existían, el turismo habrá contribuido a acabar con ellos. Por
eso nos unimos a Luís Alberto en su grito de batalla ¡Muerte a los turistas! Es
hora de poner en práctica otras formas de relacionarnos con la naturaleza y las
personas cuando estamos viajando y redescubriendo lo hermoso que es el mundo.