miércoles, 24 de febrero de 2010

El Chele

Julián Gutiérrez Castaño
Diciembre de 2009


Iuesmarín soñaba desde chiquito con ser como uno de ellos, uno de esos tipos altos que recorrían los andenes estrechos y las calles empedradas de su ciudad colonial, con mochilas gigantescas a sus espaldas, con los cabellos rubios enmarañados y grasosos como si nunca hubieran conocido el champú , vestidos con ropa cara y rara, aunque un poco vieja y sucia para el gusto pulcro de la gente de León, y zapatos de bota alta dizque warerpruf, que según le habían explicado, servían para subir los volcanes más empinados como el Momotombo, atravesar ríos caudalosos sin que el agua les mojara ni siquiera las medias y caminar por días enteros sin que los pies se les llenaran de ampollas. No obstante, hay que decir que aún con toda la admiración que les profesaba Iuesmarín, respecto al asunto de atravesar ríos sin que les entrara una gota de agua a los zapatos, se le antojaba que un poco de agua no les hubiera caído mal a esos calcetines sucios y empecuecados que llevaban los cheles.

Iuesmarín quería ser chele, pero el camino para ser uno de ellos era más empinado que las montañas que solían atravesar. Primero hablaban en lenguas que nadie entendía, como si hubieran acabado de abandonar el malogrado proyecto de la torre de Babel. Tal vez para eso era que necesitaban las botas warerpruf de escalar, pero era difícil imaginárselos subiendo semejante torre, que debía ser más grande que el volcán más alto de toda Nicaragua, con semejantes morralotes a la espalda. Luego, a pesar de que andaban casi tan descuidados como el sabio Carcache, quien en lugar de sabio parecía más bien el loco del pueblo, porque además de conocérsele por cualidades como la mirada profunda que parecía esculcar en el alma de la gente, una memoria asombrosa que le permitía decir cualquier fecha, lugar y nombre con exactitud, y una sabiduría tremenda para dar toda clase de consejos: de dineros, de amores, de problemas con las amistades, muy a pesar de que a él nunca se le habían conocido ni platas ni amigos, y mucho menos amores; también se le conocía por la mala pinta, por vagar por las calles con la ropa todita agujerada y sucia, y el pelo viejo y cano enredado en unas mechas muy parecidas a las tiras de los trapeadores cuando se ponen viejos de tanto usarse.

Pero había una diferencia entre los cheles y el sabio Carcache, una gran diferencia para ser más precisos, era que ellos andaban reales; no como el sabio, que lo único que andaba era fechas, nombres y consejos. Esa era una de las cosas que más le gustaba a Iuesmarín, que esos rubios altos podían entrar a cualquier restaurante, a pesar de lo mal vestidos y el mal gusto que tenían para combinar colores. Y es que ahí va uno con un pantalón crema y una camisa amarilla, que si uno lo ve de lejos hasta pensaría que va desnudo. Allá va otro con sandalias y medias, sin importarle que haga un calor endemoniado de 37 ºC y se le vayan a cocinar los pies bajo el envoltorio de algodón. Pero mal vestidos y todo, se podían meter a cualquier lado, y la gente los atendía como si fueran reyes. Los vendedores de zapatos les sacaban las warerpruf apestosas y les quitaban esas medias que se podían parar solitas de la mugre encastrada que tenían, para que ellos se calzaran las sandalias, que al fin y al cabo se iban a poner con las medias apestosas. Los meseros se acercaban con la espalda doblada, como si la carta les pesara, para que los cheles escogieran los platos más finos y raros del menú. Ah, pero lo que más le gustaba a Iuesmarín era como las chavalas se les quedaban viendo, con la baba chorreándoles. Si hasta la Carlita, que era la más deseada entre las apetecidas, precisamente por su parecido con las chelitas, se les quedaba mirando apasionadamente cuando ellos cruzaban la calle, tal vez pensando en lo chelitos que le saldrían los chavalitos si se casara con uno de esos rubios. Y Iuesmarín con esas ganas de que le tocara alguna de esas miradas, aunque no fuera la de la Carlita, que era la que más le movía el piso, él se hubiera conformado aunque fuera con una mirada de la Irene, de la Ana, hasta de la Blanca.

A los que conocían a Iuesmarín no se les hacía raro que les profesara tanta admiración a los cheles, aunque si les extrañaba mucho que él siendo así, tan mestizo tirando a indio, tan morenito, tan bajito, con el pelito como de puercoespín, le hubiera dado por creerse un chele. Indudablemente, él había heredado el amor por los gringos de su padre. Empezando por el nombre. A quién más sino a Don Anastasio se le hubiera ocurrido ponerle a su primer hijo ese nombre. Don Anastasio no tenía la menor idea de lo que habían venido a hacer a León esos gringos de los que su padre le hablaba con tanta admiración, porque también él abuelo había amado a los yanquis en su momento, por eso le hablaba insistentemente a su hijos de los soldados que habían llegado a León a imponer el orden. Aunque nunca les habló, no se sabe si por ignorancia o porque prefería ignorar la verdad, de las escaramuzas que armaba la gente cada vez que escuchaban que los gringos nuevamente habían violado una chavala, que otra vez habían profanado el cementerio con bacanales donde sobraba el licor y de las que quedaban como evidencia pequeñas braguetas colgando de las santísimas cruces que solamente pertenecían a los muertos, de los tantos robos y abusos que los yanquis solían cometer constantemente contra la población. Y cuando Don Anastasio, que para esa época no era sino Tachito, le preguntaba a su papá quienes eran esos salvadores de los que a él tanto le gustaba hablar, él decía irritado, como respondiendo a la pregunta más estúpida del mundo, “-pues los marines mijo, quienes más iban a ser. -Los marines, ¿y eso que significa pá? -Usted si pregunta pendejadas mijo, un marin es un Iuesmarín”. Y Tachito se quedaba callado aunque no hubiera entendido ni un cárajo. Con el tiempo llegó a la conclusión que todos esos cheles de los que su papá tanto gustaba hablar se llamaban Marín o Iuesmarín, y que a pesar de que era raro que todo ese gentío se pudiera agrupar en solamente dos nombres, debía ser por lo bonito que se escuchaba que era tan común –¿Especialmente Iuesmarín, porque quién iba a decir que no le gustaba como sonaba?-. Pero eso no fue lo único que le gustó a Don Anastasio, también le cogió un amor desaforado a todo lo que fuera gringo, o sino que lo diga la bandera de Estados Unidos que ahora adorna la entrada de su pulpería, a la que le puso lucecitas navideñas donde van las estrellas, y hasta se tomó el atrevimiento de añadirle una lucecita extra, con la esperanza de que algún día Nicaragua se convirtiera en la estrellita número 51 de la unión.

Iuesmarín había tratado de hacerse amigo de los cheles, pero siempre se enfrentaba con la barrera del idioma, porque al principio no les entendía ni mú. A veces, él no sabía porque, pero los cheles se asustaban y salían corriendo, como si él fuera un matón o un ladrón. Aunque al menos eso era mejor que cuando se ponían agresivos y el que tenía que correr era él. Un día, cuando se acercaba a saludar amistosamente a un chele todo raro, con una pinta más descuidada que todos los que había visto en su vida, como si hubiera acabado de salir de la película Corazón Valiente, se había sacado un machete que tenía escondido por debajo de la camisa, encajado entre el cuello y el cóccix, y había arrancado a perseguirlo mientras le daba vueltas al machete y le gritaba “fuquin tif, fuquin tif”. Esa vez Iuesmarín corrió hasta quedar sin aliento y se juró que no iba a volver a abordar a los cheles en la calle. Fue entonces cuando decidió aprender inglés. Pero apareció otra barrera, estudiar era caro y él no tenía reales. Así que tuvo que conformarse con aprender inglés en la casa, iba a ser un autodidacta con la ayuda de la música y la televisión. Iba aprender inglés aunque fuera escuchando la radio y repitiendo las canciones. Durante meses se la pasó pegado a la radio escuchando canciones de un tal ‘Eir Suplai’, que era lo que más sonaba en la radio nica, aunque fueran canciones producidas en los años 80’s que ya no se escuchaban en ninguna otra parte del mundo. Pero sus preferidas eran los temas que eran cantados en inglés y en español, como una que se llamaba ‘Toral Eclips of da Jart’, que traducían como ‘Eclipse Total del Amor’, ‘Evridin ay du, ay duit for iu’, era ‘Todo lo que hago, lo hago por ti’, otra que se llamaba originalmente ‘Bet of Rouses’ y en español se titulaba ‘Cama de Rosas’, de un tal Bon Yobi. Adicionalmente, se apoyo en la televisión y las películas que a veces venían en inglés con traducción al español. Fue un proceso lento, pero al cabo de unos meses Iuesmarín podía decir frases cortas, aunque un poco salidas de contexto. Se puede decir que había desarrollado una personalidad distinta en inglés, aunque un poco confusa: saludaba con un tímido “jelou”, invitar a bailar con un atrevido “rilis iur bori, beibi”, o un “chaik dat ding”, y se despedía con un mortal “hasta la vista, baibi”, mientras apuntaba con el dedo índice de la mano derecha.

Cuando Iuesmarín se tomó confianza en la cuestión lingüística, procedió a adentrarse en el mundo de los cheles. Ese mundo paradisíaco que sólo había podido avistar desde el otro lado de las rejas. Los cheles vivían en unas casonas todas bonitas, con las paredes siempre recién pintadas y con murales coloridos que representaban selvas o figuras precolombinas; hamacas colgando en los pasillos junto a plantas siempre florecidas, piscinas con bar, café e internet gratis, y lo que más curiosidad y expectativas le causaba a Iuesmarín, unas habitaciones gigantescas compartidas en las que todo el mundo dormía con todo el mundo. Pero esos hostales eran exclusivos para los cheles. Él nunca había visto por allá a nadie que no fuero alto, blanco y rubio.
Un día decidió montar guardia frente a un hostal, buscando el momento preciso para colarse e intimar con los cheles como siempre había soñado. Al menor descuido de la recepcionista, en un momento en que tuvo que salir para ayudarle a un chele a parar y montar las maletas en un taxi, Iuesmarín se coló invisiblemente en el hostal. No alcanzó a recorrer mucho, una de las primeras cosas que se encontró fue uno de esos cuartos soñados de las bacanales. Y ah sorpresa, no podía creer lo que sus ojos le mostraban, ahí había una chelita lo más de bonita durmiendo, pasando la goma pensó él, porque ya eran las 11 de la mañana y esas no eran horas de andar durmiendo. Iuesmarín se quedó ahí en la puerta calladito, disfrutando del momento, admirando una pierna larga y pálida que se le escapaba a la sábana, que de paso dejaba ver media nalga blanca cubierta por unos calzones rosados de borde gris. Se notaba que a la chelita le habían dado duro los mosquitos, porque tenía unas ronchas grandes y rosadas que parecían picaduras de zancudo. Iuesmarín se quedó hipnotizado, reprimiendo sus instintos más básicos que lo empujaban a saltar sobre la muchacha dormida, hasta que fue despertado por el grito terrible de otra chela que lo sorprendió en el acto boyerista. De ahí en adelante solamente recuerda lo que pasó por medio de escenas que se repiten como cuando uno se emborracha y amanece todo enlagunado, recuerda que corrió por el primer pasillo que encontró buscando la salida, que alcanzó a escuchar el grito de un nica llamándolo por su nombre, que tres cheles grandotes lo agarraron y le dieron tremenda paliza hasta que el mismo nica que lo había llamado pudo intervenir. Que estaban discutiendo, al parecer sobre que hacer con él. Que la muchacha que antes le mostrara sus nalgas con tanta generosidad, repetía histérica “col de polis, col de polis”, que los cheles en un tono amenazante gritaban “les quil de bastar”. Al final, gracias a la intervención del nica, quien decía “wi don wan mor trobols” and ‘iu ol wil gou tu yale for de birin”, resolvieron simplemente botarlo a la calle.

Pero la voluntad de Iuesmarín era de acero, y en lugar de desanimarse decidió aprender de esa experiencia para no volver a cometer el mismo error en el futuro y lograr su objetivo final: ser uno más entre los cheles. Después de la paliza, Iuesmarín llegó a dos conclusiones. Primero, que a las chelas no les gustaba que les miraran el culo, así que de ahí en adelante iba a evitar mirar detenidamente el culo, las tetas y hasta el rostro de las chelas. Segundo, que definitivamente estaba prohibida la entrada de nicas a los hostales, así que tocaba buscarse otra estrategia para acercarse a los cheles. Iuesmarín siguió cavilando sobre el asunto, hasta que un día observó unos turistas que andaban con los cheles sin ser cheles, pero que parecían ser aceptados como parte del grupo, le pareció que era un grupo de estudiantes por lo jóvenes que eran todos. En el grupo había una chavala que parecía ser de la china, un hombre negro que hablaba inglés como los cheles, aunque un poco más fuerte, y otro chavalo moreno y ojeroso que hubiera podido ser un nica, pero de quien no pudo adivinar la procedencia, pues hablaba inglés con un acento que nunca antes había escuchado. Más tarde pudo averiguar que se trataba de un hindú. Esta vez se tomó más tiempo para elaborar su plan, estudió sobre los hindúes, y así aprendió que venían de un país que se llamaba la India, y que de no haber sido porque el despistado de Colón confundió América con la India, serían los hindúes quienes hoy en día se llamarían indios, mientras que él y el resto de la humanidad nica debía ser llamada americana, gentilicio que por alguna extraña razón se había convertido en un nombre exclusivo para los gringos de los que su padre había tomado su nombre.

Se llegó un día en el que abrieron un nuevo hostal en León, se llamaba el Lazzy Monkey y era administrado por sus dueños, una pareja de australianos llenos de tatuajes y aretes, muy parecidos a los indios que antes vivían en Nicaragua y que aparecían en los libros de la escuela, sólo que esta pareja era blanca y tenía pelo de maíz. Iuesmarín no había querido ensayar su nuevo plan en los otros hostales porque temía ser reconocido y recibir una paliza similar a la del día que avistó aquellas nalguitas blancas, que después de todo habían valido el castigo, porque semejante visión solamente se iba a dar una vez en la vida. Con la seguridad de que nadie lo iba a reconocer en el Lazzy Monkey, se apareció un día con una mochila grandísima que le había costado un ojo de la cara en el mercado, la había llenado de bolsas y cartones para aparentar que estaba bien cargada, como las que andaban los cheles. Llevaba puestas sus ropas más caras combinadas de la forma más extravagante que se le había ocurrido, además que las había ensuciado cuidadosamente el día anterior. Había intentado comprarse unas warerpruf, pero se había encontrado con dos obstáculos, que era muy difícil conseguir botas así en los almacenes y que las más parecidas costaban un ojo de la cara. Así que ni modo, le tocó ponerse las chanclas con las que andaba en la casa con un par de medias cafés, previniendo que no le fuera a tocar lavarlas mucho para despercudirlas. Se presentó en la recepción con el nombre de Mohandas Karamchand Gandhi, el único nombre hindú que pudo encontrar en sus investigaciones sobre la India. El salvaje australiano que custodiaba la entrada no pudo evitar una sonrisa cuando escuchó aquel nombre y hasta le mencionó un tal ‘pis nóbel’, pero no sospechó de aquel hindú que le hablaba en un inglés terrible. También le pareció normal que hubiera dejado su pasaporte en la caja de seguridad de su hotel en Managua por miedo a que se lo robaran en su travesía. El mismo Iuesmarín no podía creer la rapidez mental con la que inventaba respuestas, él que lo más lejos que había estado de León eran las playas de Poneloya. Le asignaron el camarote 13 B de la habitación 4.

Esos fueron los días más maravillosos de la vida de Iuesmarín. Lo único que no le gustó fue la comida, pues él se había puesto a repetir lo que decían los otros turistas para no parecer fuera de lugar, aunque no tuviera ni idea de lo que estaba diciendo, con tan mala suerte que se declaró “beyetarian” el primer día y por esa razón nunca le dieron a probar carne durante los tres días que se quedó en el hostal. Más tarde vio que otros cheles se estaban comiendo unos pedazos de carne grandísimos a los que llamaban “esteics”. Tampoco le gustó la bebida simplona de color verdusco que llamaban “ti”, ni el “cofi” fuerte, agrio y sin azúcar que se podía tomar de gratis. Pero le encantaron los panqueques con frutas, miel y mantequilla que le daban en las mañanas junto con un jugo de naranja y frutas frescas.

Los cheles andaban encantados con ese hindú tan simpático que se sabía de memoria las canciones más bizarras, a ratos les cantaba una de Britni Espirs, un clásico de Eir Suplai o de Bon Yovi, y hasta una de Shakira, que por universal no le delataba lo latino. Además se reían con los cuentos de que él tenía una página en facebook donde era amigo de Enrique Iglesias y Anna Kurnikova, de la familia Bekham, de Rafael Nadal y hasta de Tiger Woods, pero que había rechazado a Roger Federer porque no podía ser amigo de él y de Rafael al mismo tiempo. Lo más difícil era aguantarse las ganas de mirar a las chelitas cuando se estaban bronceando y bañando en la piscina, porque había unas que estaban más bonitas que la chela del otro hostal, y no todas venían picadas por mosquitos. Había unas de piel blanca templada, caderas amplias, unos traseros tersos y senos pequeños como de niña; otras con unos senos gigantescos como los de Pamela Anderson; y todas tenían unas caritas de ángeles que lo hacían imaginarse unas películas de amor tremendas y unas escenas en las que mejor no pensaba mucho para no delatarse. Ahí aprendió una nueva palabra para decir que una chela tenía el culo bonito, “che jas a ueyi”. La otra situación difícil era cuando iba por la calle con los cheles y los nicas lo saludaban. Entonces él tenía que inventar excusas a los cheles, como que los nicas eran muy confianzudos y andaban saludando a todo el mundo, o que tal vez lo habían confundido con otra persona, o que era que él llevaba varios días en la ciudad y ya había tenido la oportunidad de conversar con los nativos. Donde si se lució Iuesmarín fue en la pista de baile, a pesar de que siempre había sido negado para la danza. Pero es que no se necesitaba mucho para impresionar a esos cheles que bailaban con una descoordinación terrible, si a veces hasta le daba temor que se fueran a caer enredados en sus propios piernas, que cruzaban al ritmo de no se sabe que música, porque lo que era el ritmo que estaba sonando no tenía nada que ver con esos movimientos.

Después de tres días en el paraíso, se le venía a Iuesmarín el momento de cancelar y regresar a la vida normal. Durante los meses que estuvo elaborando el plan, ahorró con una tenacidad tremenda, hasta juntar 3000 córdobas, el equivalente a unos 150 dólares, de los cuales había gastado 30 comprando la mochila. Pero cuál no fue su sorpresa cuando descubrió que la cuenta de esos tres días de vida a lo chele ascendía a 180 dólares. Nuevamente tuvo que recurrir al plan A, el de colarse al hostal cuando el recepcionista se descuidara, sólo que esta vez lo aplicó de salida. De lo que si no pudo escapar fue de las burlas de sus paisanos, que muy envidiosos lo molestaban día y noche dizque por creerse chele.

Hasta que un día tuvo que enfrentarse con el pesado del Jaime. Todo sucedió en el billar del barrio, cuando Iuesmarín pasaba tranquilo por la calle, con su aire de no ser de aquí, todavía con la moda aprendida a los cheles, con sus cabellos despeinados y sucios, la barba escasa que había logrado tras semanas sin afeitarse, la ropa sucia y de colores que no combinaban, y las sandalias con medias. Cuando el Jaime comenzó a molestarlo, otra vez con ese cuento de que iba a investigar a fondo como le quedaba a uno la verga después de cogerse a una chelita. Porque no fue sino que el Iuesmarín saliera del hostal para ponerse a hablar de las bacanales que habían armado en las habitaciones para impresionar a la gente, contado con pelos y señales como era cogerse no a una, sino a varias chelas borrachas, a pesar de que en realidad sólo había tenido oportunidad de tocar a las chelitas cuando estaban bailando y nunca tuvo el coraje para tratar de seducir a ninguna, incluso con lo borrachas que se la pasaban. Iuesmarín respondió que lo dejara en paz, que él no quería problemas, pero el Jaime que era mucho más grande y no se iba a amedrentar tan fácil. Ya le iba bajando los pantalones, cuando Iuesmarín sacó su ‘esprai’ de gas pimienta y le aplicó una dosis como para dejarlo ciego de por vida.

Resulta que la Claire, una chela rosada y gorda de la que Iuesmarín se había hecho amigo en el hostal y que le gustaba inventar unas aventuras que hacían ver a Indiana Jones como un simple principiante, le había regalado el tarrito de gas pimienta porque ella ya estaba cansada de cargar esa vaina que al fin y al cabo nunca iba a tener que utilizar, porque los únicos animales con los que había tenido que enfrentarse eran tarántulas peludas, escorpiones negros, serpientes, tigres y cocodrilos, y todos esos animales, al contrario de los hombres, parecían ser inmunes al gas pimienta. Desde entonces Iuesmarín no salía a la calle sin ese tarrito, que según la gorda, se utilizaba roseándoselo en los ojos a cualquier hombre que tratara de abusar de uno, y así fue como le llegó el día de la justicia divina al abusador del Jaime, porque todo lo que venía de los cheles era divino. Y ese también fue el día de Iuesmarín, porque a partir de entonces pudo dedicarse con calma a planear su segunda temporada viviendo a lo chele.